LA FLAMENCA DE BARCELONA CARMEN AMAYA BUSCABA EN SOMORROSTRO LAS HUELLAS DE SU NIÑEZ
Corría el año 1951 cuando en ocasión de actuar Carmen Amaya en Barcelona me pareció oportuno desmentir la versión, entonces tan propagada, de que había venido al mundo en el Sacro Monte granadino.
- Soy catalana, nacida en la playa del Somorrostro – especifico Carmen.
- ¿Y porque no vamos un día a ver tu casa natal? – le propuse.
Se declaró de acuerdo. Añadió que muchas veces le había pasado por la cabeza el hacerlo pero que siempre la detenía una extraña aprensión. Resultado, que desde que se ausentó, en plena niñez, jamás había vuelto a poner los pies en las sucias arenas de Somorrostro.
Ese barrio de barracas, reducido ahora una mínima expresión y condenado a la desaparición absoluta, era aún, hace doce años, una gigantesca aglomeración extendida desde la pescadora Barceloneta hasta la desembocadura de Bogatell, fétida cloaca con apariencias de arroyo.
Somorrostro era un poblado al margen, que acaso habría sido ignorado de todo el mundo de no cobrar actualidad periodística de vez en cuando. En las duras jornadas de invierno, el mar, convertido en verdugo, azota las chozas. Acuden bomberos y sanitarios a disputarle sus presas. Al día siguiente se restablece la calma. Pero el parte de guerra registra por lo general un par de muertos, algunos heridos y varias familias sin hogar. Y hasta el siguiente temporal.
Allí nació Carmen Amaya. Y cuando regresó allí, a despecho de no haberse iniciado todavía la demolición de las barracas, el barrio había sufrido la suficiente transformación para que la famosa gitana vacilara acerca del adecuado camino.
- Más allá, detrás del Hospital del Parque…- indicó a quienes la acompañábamos.
Anduvimos un centenar de metros al pie de los gigantescos gasómetros. Carmen se detuvo.
-Esto me lo han cambiado… Aquí echaban el carbón.
Y canturreo la conocida copia: “Mi calle ya no es mi calle…”
No obstante, habíamos embocado ya la “calle mayor” de Somorrostro. Las puertas de la barraca empezaron a vomitar chicos desnudos y andrajosos, mujeres deformes y vestidas de luto, atraídos por la curiosidad…
Hasta que un grito agudo, casi histérico, repetido inmediatamente por centenares de gargantas, desbarató la calma de la tarde y del mar veraniegos.
- ¡Carmen! ¡La Amaya! ¡Carmen…!
Fue un clarinazo que puso en vilo a todo el Somorrostro, conmocionado por el retorno de la hija pródiga. De los gasómetros al Bogatell, el grito de “La Amaya” movió a las mujeres a abandonar los fogones, a los niños a cesar los juegos y a los hombre a soltar los naipes en los sórdidos tabernuchos.
Inmediatamente nos rodeo una multitud ululante, expresiva en alto grado. Una ola de afecto se abatía sobre Carmen, que protegíamos a duras penas.
-¿Me recuerdas, Carmen?
-¡Yo soy prima de tu madre!
-¡Este es el hijo de Miguel! - gritaba una mujer, dándole a besar un arrapiezo en cueros.
El peregrinaje sentimental se hacía cada vez más difícil por el gentío. No obstante La Amaya iba reconociendo las estaciones.
- A esa fuente venía yo por agua con el jarro en la cabeza…
Al cabo de diez pasos:
- Por aquí estaba el merendero del tio Julio…
La muchedumbre empujó a la artista a dentro del tabuco con la intención de convidarla.
- No, soy yo quien os invita a todos… - balbuceó ella.
Luego, salimos de nuevo a la callejuela, avanzando procesionalmente. Carmen no tuvo necesidad de seguir aguzando la memoria, pues Somorrostro lo hacía por ella.
- ¡Esta es tu casa! ¡Esta es tu casa! – advirtieron cien voces.
Una mísera casucha con paredes de adobe.
Carmen quedó unos instantes pensativa.
- Sí… pero antes desde ella veía el mar… - musita.
Cuando habitaba allí, la calle mayor tenía construido un solo flanco. Luego, el barrio duplicó el censo y no ha quedado un palmo de arenal sin su correspondiente barraca.
Entramos en la casa, ahora convertida en una especie de tienda de comestibles. La Amaya se aíslo del grupo, se fue hacía el fondo y, con los ojos arrasados de lágrimas, empezó a palpar las mezquinas paredes de lo que un día fue su hogar…
A mí se me hizo un nudo en la garganta. Y recordé mentalmente aquella escena de la película “Cristina de Suecia”, uno de los momentos culminantes del cine de todos los tiempos, donde Greta Garbo, tras su noche de amor, acaricia los muebles que han sido mudos testigos de su inmensa felicidad. Repito que se me puso la piel de gallina.
Luego, al unírsenos de nuevo y salir de la casa, susurró:
- ¡Fui tan feliz aquí…!
Lo dijo mientras por unas tablas crujientes, vadeábamos un reguero de negras y pestilentes aguas.